La confusión parece imperar en el Gobierno. La cuarentena, que por imperfecta en su aplicación desde su día uno se ha vuelto eterna, parece ser solo efectiva para que no vayan a trabajar los empleados públicos de las tareas no esenciales de la administración pública, que sean racionados muchos de los empleados en grandes comercios y fábricas, y que no se den espectáculos públicos. Después, estamos en una “no cuarentena”, como la definió extrañamente el mismo Presidente, quien seguramente con un ojo en las encuestas está tratando de salir de su identificación con el encierro, aunque en un momento su enamoramiento de la medida se reflejó en un tácito “cuarentena o muerte”.
La mufa social es tal que ni conmueve el número de víctimas del Covid, en ascenso, que ya se mide en varios centenares diarios, cuando antes, un puñado de ellos metía miedo a mucho de la población. Todo en lo humano es relativo, hasta la muerte cuando es la ajena, y la reclusión por tiempo indeterminado es insoportable y más cuando empiezan los días lindos. La idea de riesgo está acolchonada por nuestra cultura. Si no hubiera sido así, seguramente estaríamos todavía en la cima de los árboles comiendo plátanos.
No es lugar para entrar en detalles de todos los vientos y huracanes ajenos y propios que Alberto Fernández está enfrentando, pero es evidente que ni el final feliz de la negociación de la deuda externa privada, que se consideraba como el gran espaldarazo de confianza que recibiría el Gobierno pudo siquiera revertir en algo las perspectivas económicas negativas.
Solo dos cuestiones al respecto. En primer lugar, ha quedado claro para futuras negociaciones que hay un trade-off entre los resultados de una tenida fuerte con los acreedores y el tiempo que dura la negociación. Martín Guzmán consiguió un buen arreglo, pero tantos meses de incertidumbre dejaron una base negativa que se expresó en el aumento de la brecha entre el dólar blue y el oficial. Por otra parte, en gran medida fue una negociación exitosa por que la amenaza del default era muy creíble. Postergar el pago de la deuda fue un negocio también para el ala kirchnerista, que lejos de ser derrotada, prosiguió con fuerza su ascendiente sobre el Presidente.
Frente a una crisis de confianza, el manual de manejo de la Presidencia reza que hay que producir urgentemente un shock de confianza (aunque el “sarasa” que se le escapó al novel ministro de Economía al presentar ni más ni menos que el Presupuesto se mueve exactamente en la dirección contraria).
En la democracia argentina, desde 1983, hemos asistido a varios “relanzamientos” realizados por los presidentes y retomar (o tomar) el control de su Gobierno. Raúl Alfonsín lo hizo en 1985, cuando anunció la “economía de guerra”. También utilizó esa crisis para hegemonizar su gabinete, que combinaba al principio pagos laterales para el ala derecha de su partido, con Antonio Troccoli en Interior y el ala izquierda con Bernardo Grispun en Economía.
Lo mismo Carlos Menem, cuando después de dos episodios hiperinflacionarios relanzó su Gobierno con Domingo Cavallo como superministo de Economía.
Néstor Kirchner, en cambio, se fue desprendiendo de los ministros de Eduardo Duhalde que había mantenido, hasta que dos años después de haber asumido, se sacó de encima el padrinagzo del bonaerense al vencer Cristina Fernández a Chiche Duhalde en las elecciones legislativas.
Cristina Fernández, con la muerte de su esposo, también dejo de tener esa influencia constante sobre sus actos de gobierno.
El caso de Mauricio Macri es diferente ya que de entrada nombró a un gabinete propio sin mayores pagos laterales a sus socios, y resistió todas las presiones para relanzar su Gobierno con un gabinete de coalición. Encima, fragmentó el poder de los ministros, al aumentar el número de ministerios y generar así un presidencialismo segmentado sui generis.
Cosa interesante es que, a pesar de la diatriba contra el “neo-liberalismo” macrista, Fernández parece replicar su misma lógica de gabinete propio y descoordinado. Los presidentes que no se sienten muy poderosos tienden a cortar la libustrina corta para que nadie brille más que él. Con la salvedad que el actual Presidente sufre el pequeño detalle que, como no podía ser de otra manera, el paralelogramo de poder que lo sostiene pasa principalmente por las manos de su vicepresidenta.
Frente a esa realidad, el Presidente esta abusando cada vez más de la vieja treta que usaban los marxistas criticando desde la teoría a las consecuencias del capitalismo, en vez de compararlo con las experiencias comunistas (¡ojo que no estoy insinuando que este gobierno sea comunista, por favor!). Así, Fernández señala el cierre de fábricas durante la época de Macri, o el aumento de la pobreza, o la reducción del PIB (unos 5 puntos menos comparado con el PIB que le dejó su antecesora) y enseguida manifiesta que su Gobierno tiene como objetivo reducir la pobreza, ser industrialista e impulsar el crecimiento.
Lo cual aparece esquizofrénico cuando uno ve los números de espanto que hacen de esta crisis una mucho peor que la del 2001. Por supuesto que está la pandemia como causa inicial, pero el Gobierno hace caso omiso de sus consecuencias para en cambio anunciar que el Estado te cuida contra el mercado egoísta, individualista y malvado. O que el Gobierno te paga el sueldo sin trabajar -lo que sería fantástico de poderse mantener en el tiempo-.
Pero el ilusionismo de las palabras se ha agotado, y emerge la realidad ominosa. Incluso con algo que es tarjeta amarilla para un Gobierno peronista: qué le ganen la calle. Y no solo los “banderazos”, que total es gente que no los votaría nunca, sino la rebelión de la sección de la Policía Bonaerense incorporada mas recientemente y ligada a los intendentes. No hay que ser un amante de las teorías conspirativas para ver las garras ahí de los barones del conurbano disgustados con La Cámpora y Sergio Berni que quieren usufructuar esa ley nacida del pacto Vidal- Massa que les impide la reelección.
Un relanzamiento de Gobierno, entonces, aparece como indispensable. Sin embargo, un verdadero shock de confianza demanda tanto realizar un cambio de gabinete masivo como evidenciar un giro de 180 grados en el rumbo económico, nombrando a un ministro de Economía “confiable” por “los mercados”.
Lo cual aparece a todas luces imposible hoy, ante la dependencia política que tiene el Presidente de su vicepresidenta. Y especialmente, de la prioridad que exhibe de lograr cuanto antes la “impunidad del rebaño” para ella, su familia y colaboradores sobre los que pesan graves causas de corrupción.
Quizás Fernández se ilusione, como tantos otros presidentes, que la crisis discipline a su coalición y le de poder, ante el peligro de caer todos en el vacío. Lo único que tiene que evitar lo que le ha sucedido a alguno de sus antecesores. Que cuando intente hacerlo ya no sea demasiado tarde.
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