Hay un proceso de análisis para definir el posicionamiento que una marca, institución o persona ocupa en relación a la oferta hacia un público que se denomina “benchmark”. Este proceso implica (entre otras cosas) tener en claro cuáles son los atributos que tenemos, cuáles son nuestras características distintivas respecto a la competencia, qué nos diferencia, quiénes son nuestros competidores y quiénes son nuestros aliados o “partners”. En el ámbito privado, sirve para atribuir un posicionamiento a una empresa, comparando sus procesos comerciales y métricas de rendimiento con los de otras empresas en la industria. En otras palabras, nos permite definir dónde estamos, hacia dónde queremos ir y dónde nos pueden encontrar en el futuro nuestros consumidores.
Cuando queremos pensar en utilizar esta herramienta en la política argentina, es un análisis que sirve como una foto, momentánea, no se mantiene en el tiempo y no se verifica en el pasado. La falta de institucionalización, la carencia de un marco regulatorio, la debilidad del sistema de partidos y la cultura de una política que funciona “on demand” construyen una fórmula (peligrosa) que obstaculiza la posibilidad de tener líderes políticos fieles al bien común, a su partido, incluso a sus promesas. La historia de los líderes políticos y la evolución de la política en Argentina develaron la volatilidad, la ausencia (y necesidad) de líneas de conducta. La escasez de lealtad al largo plazo, entendida respecto de las propias promesas y a los acuerdos con los otros la no-claudicación de su postura en base a elementos cortoplacistas, posiciona el futuro del país en un plano de difícil abstracción con algún grado de certeza.
Si pensamos en términos históricos, podríamos pensar en que, seguramente, el Frepaso fue la primera experiencia de este proceso de atomización de la oferta y construcción “a la carta” que derivó en el fracaso del Frente Grande y que volvió, en una versión mejorada, con Cambiemos, pero que también fracasó (por poner un ejemplo, nada más).
La política argentina y sus representantes se comportan bajo una lógica de mercado, en donde la ciudadanía tiene una demanda (que varía según el contexto socioeconómico) y los políticos reestructuran su oferta para compatibilizar y responder de manera directa las necesidades del momento, aunque eso implique romper algunas promesas propias. Usted dirá, ¿pero eso no es bueno?
Hagamos el siguiente ejercicio: pensemos en una marca que consumamos en nuestro hogar, por ejemplo una bebida. Imaginemos que esta marca constantemente se reinventa para lograr la mayor captación de la demanda posible. Todas las semanas, tiene un sabor distinto y un packaging distinto. Sin duda, se cuestionaría la identidad de esta marca, su firmeza en torno a sus objetivos. Uno dejaría de consumirla, básicamente, porque no sabría qué esperar la próxima vez que la abra.
En esta concepción, los políticos se comportan como vendedores y la ciudadanía como compradores. Pero surge una diferencia fundamental: si un producto adquirido por un comprador no cumple con aquello que la marca dice que brindará, se rompe la expectativa de la promesa, lo que puede ser letal para la relación del cliente y la marca.
Hemos visto a líderes políticos cambiar radicalmente su postura, su identidad, con propósitos meramente electorales. Incluso, ya podemos hablar del corto plazo del corto plazo. Es decir, esa proyección de las políticas a cuatro años entre las elecciones presidenciales se acorta a un período más reducido aún: los dos años con las intermedias y, a veces, mucho antes de eso. Esto genera problemas a la hora de pensar en el futuro del país. Si los mismos políticos gobiernan con objetivos electorales sin proyecciones estructurales o programáticas, ¿cómo es posible que la Argentina cuente con una ciudadanía capaz de proyectar su futuro y sus oportunidades dentro del país? El monitor nacional que medimos desde Taquion, refleja que 6 de cada 10 personas no confían en que los políticos puedan resolver sus problemas, siendo un dato que ha mostrado un aumento en la negativa preocupante desde abril hasta ahora.
¿No es lógico que los argentinos hayamos perdido la confianza en el sistema político y en sus referentes?
Sin embargo, el objetivo de esta nota de opinión no es generar un sentimiento antipolítico, más bien todo lo contrario. Se trata de reivindicar la política como herramienta de cambio social, con capacidad de cambiar la realidad de cada persona. No es que la política no cuente con quienes son fieles a sí mismos, a sus electores, a sus promesas… es que los argentinos nos olvidamos dónde mirar. Nos (mal) acostumbramos a polarizar las visiones y terminamos automáticamente eliminando de la escena a quienes se mantuvieron por fuera de este paradigma.
En este contexto, el último monitor nacional nos muestra que los ciudadanos reclaman institucionalidad. La mirada social parece apuntar a aquellos líderes que no han claudicado su postura en base a elementos cortoplacistas o electoralistas. La firmeza en su identidad, en su ideología, transmite confianza, y son aquellos líderes los que pueden construir o proyectar un futuro para el país. En esos líderes esperamos encontrar tranquilidad a un futuro que, día a día, se presenta más complicado. A ellos también debemos empezar a mirar más seguido cuando busquemos un norte. Como decía Gustavo Cerati, “tarda en llegar, y al final hay recompensa”. Esperemos que en nuestro país también funcione la plegaria.
El autor es director de la consultora Taquion. Este artículo fue escrito con la colaboración de Sofía D’Aquino y Franco Sabra
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